La jornada 86, coincidiendo con el 86º aniversario del asesinato de Federico García Lorca, fue mágica de principio a fin. Todo cuanto se dijo, lo que se habló, lo que se recitó, lo que se cantó y lo que se interpretó nos llevó a una jornada especial, muy especial, como lo es la poesía de Lorca.
Cuando acabamos, cerca de las diez y media de la noche, lo hicimos satisfech@s, pletóric@s, y más viv@s que nunca, como lo está el poeta granadino.
A continuación se pueden ver instantáneas (de José Mari y Lola Fontecha) y vídeos de esos momentos vividos.
Sobre él, Vicente Aleixandre dijo:
A Federico se le ha comparado con un niño, se le puede
comparar con un ángel, con un agua “mi corazón es un poco de agua pura”, decía
él en una carta), con una roca; en sus más tremendos momentos era impetuoso,
clamoroso, mágico como una selva.
Cada cual le ha visto de una manera. Los que
le amamos y convivimos con él le vimos siempre el mismo, único y, sin embargo,
cambiante, variable como la misma naturaleza. Por la mañana se reía tan alegre,
tan clara, tan multiplicadamente como el agua del campo, de la que parecía
siempre que venía de lavarse la cara. Durante el día evocaba campos frescos,
laderas verdes, llanuras, rumor de olivos grises sobre la tierra ocre; en una
sucesión de paisajes españoles que dependían de la hora, de su estado de ánimo, de la luz que despidieran sus ojos:
quizá también de la persona que tenía
enfrente. Yo le he, visto en las noches más altas, de pronto, asomado a unas
barandas misteriosas, cuando la luna correspondía con él y le plateaba su
rostro; y he sentido que sus brazos se apoyaban en el aire, pero que sus pies
se hundían en el tiempo, en los siglos, en la raíz remotísima de la tierra
hispánica, hasta no sé dónde, en busca de esta sabiduría profunda que llameaba en
sus ojos, que quemaba en sus labios, que encandecía su ceño de inspirado. No,
no era un niño entonces. ¡Qué viejo, qué viejo, qué “antiguo”, qué fabuloso y
mítico! Que no parezca irreverencia: solo algún viejo “cantaor” de flamenco,
solo alguna vieja “bailadora”, hechos ya estatuas de piedra, podrían serle
comparados. Solo una remota montaña andaluza sin edad, entrevista en un fondo
nocturno, podría entonces hermanársele.
No hay quien pueda definirle. Su presencia, comparable
quizá, solo y justamente con el tifón que asume y arrebata, traía siempre
asociaciones de lo sencillo elemental. Era tierno como una concha de la playa.
Inocente en Su tremenda risa morena, como un árbol furioso. Ardiente en sus
deseos, como un ser nacido para la libertad. Y tenía para su obra futura un
instinto tan primario de defensa, que no puede por menos de traerme la memoria
de un genio: Goethe. Con una diferencia, y es que Federico era incapaz de la
fría serenidad con que aquel júpiter encadenó el complicado mecanismo de sus instintos
y pasiones y lo redujo a ruedas dentadas al servicio de su rendimiento
intelectual. En Federico todo era inspiración, y su vida, tan hermosa mente de
acuerdo con su obra, fue el triunfo de la libertad, y entre su vida y su obra
hay un intercambio espiritual y físico tan constante, tan apasionado y fecundo,
que las hace eternamente inseparables e indivisibles. En este sentido, como en
otros muchos, me recuerda a Lope.
En Federico, que pasaba mágicamente por la vida, al parecer
sin apoyarse; que iba y venía ante la vista de sus amigos con algo de genio
alado que dispensa gracias, hace feliz un momento y escapa enseguida como la
luz, que él llevaba efectivamente; en Federico se veía sobre todo al poderoso
encantador, disipador de tristezas, hechicero de la alegría, conjurador del
gozo de la vida, dueño de las sombras, a las que él desterraba con su
presencia. Pero yo gusto a veces de evocar a solas otro Federico, una imagen
suya que no todos han visto: al noble Federico de la tristeza, al hombre de soledad
y pasión que en el' vértigo de su vida de triunfo difícilmente podía
adivinarse. He hablado antes de esa nocturna testa suya macerada, por la luna,
ya casi amarilla de piedra, petrificada como un dolor antiguo. “¿Qué te duele,
hijo?”, parecía preguntarle la luna.
“Me duele la tierra, la tierra y los
hombres, la carne y el alma humana, la mía y la de los demás, que son uno
conmigo.”
En las altas horas de la noche, discurriendo por la ciudad,
o en una tabernita (como él decía), casa de comidas, con algún amigo suyo,
entre sombras humanas, Federico volvía de la alegría, como de un remoto país, a
esta dura rea1idad de la tierra visible y de} dolor visible. El poeta es el ser
que acaso carece de límites corporales. Su silencio repentino y largo tenía algo
de silencio de río, y en la alta hora, oscuro como un río ancho, se le sentía
fluir, fluir, pasándole por su cuerpo y su alma sangres, remembranzas, dolor,
latidos, de otros corazones y otros seres que eran él mismo en aquel instante,
como el río es todas las aguas que le dan cuerpo, pero no limite.
La hora mala
de Federico era la hora del poeta, hora de soledad, pero de soledad generosa,
porque es cuando el poeta siente que es la expresión de todos los hombres.
Su corazón no era ciertamente alegre. Era capaz de toda la
alegría del universo; pero su sima profunda, como la de todo gran poeta, no era
la de la alegría. Quienes le vieron pasar por la vida como un ave llena de
colorido, no le conocieron. Su corazón era como pocos, apasionado, y una
capacidad de amor y de sufrimiento ennoblecía cada día más aquella noble
frente. Amó mucho, cualidad que algunos superficiales le negaron. Y sufrió por
amor, lo que probablemente nadie supo. Recordaré siempre la lectura que me
hizo, tiempo antes de partir para Granada, de su última obra lírica, que no
habíamos de ver terminada. Me leía sus Sonetos del amor oscuro, prodigio de
pasión, de entusiasmo, de felicidad, de tormento, puro y ardiente monumento al
amor, en que la primera materia es ya la carne, el corazón, el alma del poeta
en trance de destrucción. Sorprendido yo mismo, no pude menos que quedarme
mirándo1e y exclamar: “Federico, ¡qué corazón! ¡Cuánto ha tenido que amar,
cuánto que sufrir!” Me miró y se sonrió como
un niño. Al hablar así no era yo
probablemente el que hablaba. Si esa obra no se ha perdido; si, para honor de
la poesía española y deleite de las generaciones hasta la consumación de la
lengua, se conservan en alguna parte los originales, cuántos habrá que sepan,
que aprendan y conozcan la capacidad extraordinaria, la hondura y la capacidad
sin par del corazón de su poeta.
1937
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